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Andaba yo deambulando por mi pueblecito de 3000 habitantes cuando empecé a notar cierto bulto en mi entrepierna. “No puede ser que se me esté empinando”, pensé, “no estoy pensando nada raro”. Pero no era ese el motivo. Me retiré un poco de la calle principal y me escondí en un portal para verificar el motivo de dicho síntoma.

No daba crédito a lo que me estaba tocando. Inconcebiblemente un huevo se me estaba hinchando o inflamando. Me apresuré a llegar a casa, coger el coche y dirigirme a urgencias en busca de una explicación a mis males. La cosa iba a peor y notaba que me iban a reventar los pantalones o algo peor. En la carretera estaba tenso y sudaba horrores de Descargar juegos.

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Por fin llegué al Centro de Salud de la localidad de al lado, ya que en la mía no hay servicio de urgencias (“viva los avances de la medicina”). Ya no notaba nada, el dolor invadía todo mi cuerpo y creía morirme. Pasé al centro dando tropezones y temblando por  Enlace.

Una agradable enfermera me atendió y tumbó en la camilla. Al poco llegó “la” doctora (“joder, para una médica que hay en todo el centro y me tiene que tocar en el peor momento, ¡tierra trágame!”). Se acercó a mi algo alarmada y me tocó la frente con premura. “¿Qué le ha pasado?”, preguntó. Pero a mi no me salían las palabras. Empecé a balbucear cosas inconexas y supongo que pensó que estaba delirando.

“¡Que se me ha hinchado un testículo!”, dije al fin, muerto de vergüenza. Y la cara de perplejidad de la doctora fue indescriptible. Pero tras un segundo de duda me desató los pantalones y se dispuso a explorar la zona. “Yo los noto perfectamente”, dijo después de unos instantes de agradable masaje. “¡¿Qué pasa, que no tenías nada que hacer y has venido a que te toque los cojones?!”, gritó con la cara descompuesta.

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